El Cielo en la Tierra


Con algo de desconcierto,
una joven caminaba,
cantando y olisqueando las flores que encontraba a su paso.
Altas hierbas, a forma de alfombrado suelo,
eran toda su compañía.
El Gran Prado que se extendía
a todo el frente que alcanzaba su vista,
proyectaba preciosas luces de tonos esmeralda.
Era el reflejo que el Sol le devolvía,
al tocar con sus cabellos el suelo.
Cuando el Sol se ocultó,
la joven volvió a desconcentrarse,
pues no sabía que ocurriría al él marcharse
el único que con sus rayos le hacía compañía.
No tenía ni Cueva,
ni Árbol, ni nada donde refugiarse,
fue entonces cuando quedó vulnerable
al techo de su Morada,
la Gran Bóveda Celeste,
quien se presentó emitiendo suaves tonos rosáceos,
más anaranjados en algunas zonas y más violáceos en otras.
Cuando la joven se sintió maravillada por aquel espectáculo,
todo desconcierto se esfumó.
Tumbada sobre la hierba,
penetrando en ella toda la fuerza de la tierra,
Respiró.
Por vez primera, sin la presencia del fuego cegador del Sol,
pudo sentirse a salvo,
sin temor al ojo interior.
Pequeños luceros parpadearon,
como si cada uno le estuviera diciendo algo.
Perfectas formas se dibujaron, como si el Cielo fuera un inmenso escenario.
Cuando quiso darse cuenta el Cielo y ella
eran toda la existencia.
Si su mano extendía,
podía tocar cada una de las estrellas.
Así como si nunca antes hubiera sabido de ellas,
las acarició,
una a una, sintiendo cada luz unida a su corazón.
De repente, una de ellas, se acercó,
se miraron de frente,
se observaron en silencio,
se escrutaron sin verbo,
sin más que alma en su intensa visión.
La joven sintió el más absoluto centro,
lo supo,
aquella fuerza era todo su yo.
Se reconocieron.
Continuaron mirándose,
con verdadero amor.
Fue entonces, sólo entonces,
cuando la joven asintió
y fue entonces cuando la Estrella descendió.
Una hermosa luz esmeralda,
estalló en la sede de su gran corazón.
Respiró.
Lo comprendió.
Cuando ella ascendió al Cielo,

el Cielo descendió a la Tierra.

Joanna Escuder